03 Ago 2022

Un tesoro inagotable en el cielo… y en la tierra – P. Felipe Herrera

El evangelio de este domingo pone en boca de Jesús una exhortación a la vigilancia cristiana en clave de servicio. Es decir, el Señor nos llama a vivir desprendidos y entregados de tal forma que podamos acumular un tesoro que gozaremos en la vida que vendrá. Es una mirada escatológica, es decir, que nos hace pensar en el más allá y nos recuerda que nuestra existencia trasciende el tiempo actual. Se trata de una perspectiva que ha de recuperar con urgencia nuestra cultura, que rinde culto a la inmediatez olvidando que, al fin y al cabo, somos ciudadanos del cielo y no del suelo.

Así es, el Reino de Dios hallará su plenitud solo en la vida nueva que nos trae Cristo al final de los tiempos. Ahora bien, esta convicción nos urge a recordar que ese Reino comienza en la historia actual, en el aquí y ahora, especialmente en la práctica fraterna de la solidaridad que es la esencia de la justicia y, por consiguiente, de la paz. Ante esta conciencia renovada, nuestras acciones cotidianas, como un acto de caridad al migrante o de odio al adversario político, adquieren una dimensión eterna. Por eso, como invita el Señor, debemos estar con las vestiduras ceñidas, o sea, siempre listos para actuar según el amor hasta el extremo, como nos enseña el Evangelio.

Es cierto, Jesús nos habla de una retribución, pero su testimonio de vida nos lleva a un ámbito aún más pleno, que es el de la gratuidad, el de dar, mejor dicho, darse, sin esperar a cambio una compensación. Así lo realizó Él en la cruz, ofreciéndose a sí mismo por nosotros, solo por nuestro bien, sin esperar nada a cambio.

Contemplar a Jesús que, como el patrón del evangelio de hoy, Él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos, nos impulsa a un cambio de paradigma, superando la retribución transaccional por la gratuidad cristiana. Esto se puede poner en práctica en todos los ámbitos de la vida social y familiar, estableciendo relaciones y actuando no como quien espera recibir algo proporcional a cambio de una obra, sino como quien se goza en el simple hecho de que los demás también puedan gozar de la vida. Un signo del Reino eterno será que ya no haya quienes (sobre)vivan sometidos a la incertidumbre cotidiana de una existencia herida por la precariedad. Para cambiar de paradigma, los primeros responsables somos quienes hemos sido más bendecidos con medios para vivir, porque al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más.

Así, aunque no existiera tal promesa de Jesús acerca de un tesoro inagotable en el cielo que nos espera en la eternidad, igual valdría la pena construir una sociedad donde cada cual pueda ser feliz, donde cada persona pueda desarrollarse plena y dignamente, donde cada quien pueda hacer la experiencia de ser Hijo de Dios, amando y siendo profundamente amado. La mejor noticia es que esa promesa e invitación a una eternidad gozosa junto a Dios y a nuestros hermanos sigue siempre en pie.