La “projimidad” de la cruz – P. Felipe Herrera
Año tras año puede parecer que sea lo mismo y, sin embargo, es siempre algo nuevo. Me refiero a la celebración de los misterios de la Pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor, quien ofreció su vida inocente para reconciliarnos con Dios. Contemplar su cuerpo atravesado por las heridas y el dolor, nos permite admirar la expresión de una existencia que se entregó por entera a los demás, asumiendo así, en su propia carne, las heridas y los dolores de cada uno de nosotros.
Ya en el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel se preguntaba: “¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos?” (Dt 4,7). Y esa cercanía llegó a su plenitud en Jesucristo, que siendo Dios se hizo hombre para amarnos, y para que nosotros tuviésemos la certeza de que Él mismo había experimentado nuestra fragilidad humana hasta el punto de conocer la muerte y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8).
Jesús también es llamado el “Emmanuel”, es decir, el Dios-con-nosotros que pasó haciendo el bien. Es un Dios compasivo que siente y conecta con nosotros, un Dios peregrino que camina con nosotros, un Dios sintiente que ríe y llora con nosotros. Y si verdaderamente profesamos que Jesús es el modelo de humanidad plena para cada hombre y mujer, entonces, este modo de ser cercano ha de empapar nuestro actuar personal, familiar, laboral y social. No integrar este rasgo de Jesús en nuestras vidas cotidianas es una tentación permanente y una fuente de escándalo para la sociedad, que espera (y necesita) que seamos testigos de la fe que profesamos y que se plasma en el amor concreto.
Muchas veces durante su pontificado el Papa Francisco ha destacado que la cercanía o la “projimidad”, como a él le gusta llamarla, es una de las características del modo de amar de Dios. De hecho, en la homilía que nos dirigió a los chilenos el 16 de enero de 2018 en el Parque O’Higgins, el Santo Padre propuso esta característica como camino para sanar las relaciones humanas y fortalecer nuestro dañado tejido social:
“¡Sembrar la paz a golpe de proximidad, de vecindad! A golpe de salir de casa y mirar rostros, de ir al encuentro de aquel que lo está pasando mal, que no ha sido tratado como persona, como un digno hijo de esta tierra. Esta es la única manera que tenemos de tejer un futuro de paz, de volver a hilar una realidad que se puede deshilachar”.
Tomar conciencia de esta “projimidad” nos ayuda a considerar al otro como alguien que necesita ser amado por mí, aunque mi amor sea débil. Es más, me lleva a mirarlo no como a un “otro”, sino como a un verdadero hermano. Así, desde Cristo y Cristo crucificado, comprendemos que hermano es quien vive en mi barrio, quien trabaja para mí, quien me atiende en el servicio público, quien enseña a mis hijos. Y podemos ir más profundo: hermano es quien está en la cárcel pagando sus culpas, quien tiene una opción política distinta a la mía, quien alguna vez me ofendió, o aquel que de un modo u otro me quebró la vida.
¡Cuán difícil resulta amar así, pero esa es la vocación cristiana a la que Jesús nos llama desde la cruz y para la que nos concede su gracia! ¡Amar hasta el extremo, amar en todo momento, amar para construir una civilización donde la justicia social sea la expresión más elocuente de la fraternidad humana! Y solo podremos hacerlo conociendo a los demás, y solo los conoceremos si nos hacemos cercanos a ellos, como Jesús lo es con nosotros.