07 Ago 2020

Con el agua hasta el cuello – P. Felipe Herrera

La escena del Evangelio de este domingo es muy elocuente y apela a una sociedad en crisis, a todos nosotros. La comunidad de apóstoles está en medio del Lago de Galilea, lejos de la orilla, de la tierra firme. Es de noche, están a oscuras, apenas logran ver en medio de las tinieblas. Y son sacudidos por la violencia del agua, circundados de olas que amenazan la estabilidad de la barca y, por ende, sus vidas. 

¿Cómo es el diálogo sobre esta embarcación en zozobra? ¿Pelean agresivamente por el poder u optan por la colaboración? ¿Hay alguien capaz de inspirar confianza, consuelo y ánimo para los más atribulados en medio de la penumbra? ¿Alguien arriesga su seguridad por los demás? Sobre la nave hay pescadores expertos, pero otros que no conocen para nada las pericias necesarias para librar la batalla de la supervivencia. Y como si fuera poco, el viento es contrario, no pueden avanzar, están estancados. ¡Cuánta incertidumbre, cuánto pavor, cuánta desesperación!

Pero Jesús no abandona, siempre sale al encuentro. Su llegada coincide con la madrugada, trae la luz. La confusión y el temor impide a los apóstoles reconocer la presencia del amigo, del Maestro, de aquel que pocas horas antes ha alimentado a miles de personas multiplicando el pan. Pero las palabras del Señor son claras, prácticamente una orden: “Tranquilícense, soy Yo; no teman”. Pedro quiere asegurarse, no quiere más incertidumbre, pero a la vez asume el riesgo. Increíblemente, poniendo sus pasos sobre la inestabilidad de las aguas, camina hacia Jesús, que lo llama. Avanza hacia el Señor, pero la violencia del viento distrae su mirada del Único que puede darle la anhelada seguridad. Ya no tiene los ojos fijos en Jesús y comienza a hundirse porque el temor es más grande que la fe. No nos asombremos de la debilidad de Pedro, pues en él estamos representados todos. Es más, sólo cuando Pedro comienza a hundirse es capaz de gritar “¡Señor, sálvame!”. Necesita ver su vida al límite para reconocer a Jesús como su salvador, como el único capaz de sacarlo de una situación que lo sobrepasa del todo y que arriesga su vida. La reacción de Jesús es inmediata: “Enseguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo”.

Hoy, que estamos con el agua hasta el cuello como lo estuvo Pedro, no perdamos la ocasión de experimentar la fuerza salvadora de Dios, de responder a la llamada de colaboración en medio de la dificultad, y de asumir la vocación cristiana de ser aquella mano de Jesús que podemos tender a quienes, mucho más que nosotros, se hunden en medio de las dificultades. Es en la tormenta que podemos reconocer a Jesús, y por medio de nuestro testimonio solidario, permitir que otros se encuentren con Él y gocen de su presencia salvadora.