Encuesta CEP: las cifras del “realismo”
Los chilenos parecen no comprender el hecho de que si el país les ha podido brindar oportunidades antes inimaginables, ha sido producto de un delicado equilibrio institucional a cuyo perfeccionamiento y mantención han contribuido los principales actores públicos.
Las cifras de la encuesta CEP conocidas esta semana permiten terminar de comprender el descarnado análisis que el ministro Nicolás Eyzaguirre efectuara -en entrevista con “El Mercurio”- respecto de la gestión de los primeros dieciocho meses del Gobierno, período marcado tanto por la magnitud desproporcionada del empeño reformista como por el deplorable diseño de las iniciativas en que este se tradujo. Efecto de ello, el país enfrenta una situación de estancamiento e incertidumbre que pone en riesgo sus oportunidades futuras, y que ya a fines del año pasado, mucho antes del estallido del caso Caval, había mermado de manera importante el apoyo con que la actual administración llegó al poder. El mismo Eyzaguirre, con crudeza inesperada tratándose de un alto funcionario del propio Ejecutivo, reconoció que a esos elementos se sumó una mala gestión -“inaceptable, según sus palabras- en dos áreas críticas para la ciudadanía: la seguridad pública y la educación. Ahora, la encuesta CEP no solo confirma que precisamente esos dos temas son los que más preocupan a los chilenos, sino que constata un inusitado salto, de catorce puntos, en la prioridad que las personas asignan al primero: el 60% menciona la delincuencia como uno de los tres problemas a cuya solución la autoridad debiera destinar sus mayores esfuerzos.
Ambos números dan cuenta de un divorcio entre el sentir ciudadano y el programa gubernamental. Este restó prioridad al tema de la seguridad, y en el caso de la salud, en lugar de abordar su mayor déficit, la mala gestión del sector público comprometió un ambicioso pero incumplible plan de infraestructura; desechó injustificadamente el mecanismo de concesiones, atrasando proyectos, y se trabó en un largo debate en torno a las isapres, aún sin resultados. En cuanto a la tercera mayor preocupación, la educación, el Gobierno la identificó acertadamente, pero en lugar de invertir su capital político en mejorar la calidad de la enseñanza que reciben los sectores más vulnerables, se desgastó el primer año impulsando un ideologizado proyecto sobre lucro y copago, y solo ahora intenta avanzar en el complejo tema de la carrera docente. En contraste, el cambio constitucional, señalado como otra de las reformas estructurales y motivo de alta incertidumbre, recién se ubica en el lugar número 15 de las preocupaciones ciudadanas, mencionado por apenas el 3% de los encuestados.
En verdad, son precisamente esos antecedentes -y en particular el explosivo salto de la inquietud ante la delincuencia- los elementos más novedosos del estudio CEP. En efecto, cuestiones como la baja popularidad del Gobierno o la dura evaluación de los atributos presidenciales ya habían sido anticipadas por anteriores encuestas y esta viene a ratificarlas, con el prestigio de su conocida rigurosidad metodológica. El hecho de que el juicio de los encuestados sea hoy aún más drástico que antes del cambio de gabinete ratifica la envergadura de la tarea rectificatoria que deben ejecutar los actuales ministros y la necesidad de que esa voluntad, expresada ahora por Eyzaguirre y antes por Burgos y Valdés, se traduzca en decisiones concretas y significativas. Solo un persistente trabajo político en esa línea podría llegar a revertir lo que hoy parece una opinión asentada respecto del desempeño gubernamental.
Segundo divorcio: peligrosa apatía política
Otro divorcio también queda en evidencia en la encuesta CEP: aquel entre el juicio positivo que los ciudadanos hacen de su propia situación personal, en contraste con la desconfianza y la distancia respecto de las instituciones políticas y de quienes intervienen en esta última actividad.
Hay involucrada allí una cuestión de responsabilidad cívica. A la luz de estos números y de otros, como las bajas tasas de participación electoral, los chilenos parecen no comprender el hecho de que si el país les ha podido brindar en las últimas décadas oportunidades antes inimaginables, ha sido producto de un delicado equilibrio institucional a cuyo perfeccionamiento y mantención han contribuido los principales actores públicos. Resulta comprensible el malestar frente a actuaciones cuestionables de algunos de esos actores, pero ello no justifica actitudes de fácil condena generalizada hacia una clase política que ha jugado un papel relevante en la construcción de dichos equilibrios y cuyos estándares de probidad y transparencia, incluso considerando las debilidades salidas a la luz en estos meses, la ubican en un nivel superior dentro de la región.
Particularmente grave es que prolifere una actitud de apática prescindencia respecto de la actividad pública. Lejos de aportar a una corrección de prácticas censurables, tal actitud arriesga terminar entregando la conducción de los asuntos esenciales del país a grupos poco representativos y de escaso compromiso con el bien común. El resultado de la última elección y lo vivido por el país desde entonces es tal vez la muestra más evidente de que la política sí importa y que las opciones que en ese campo se adopten pueden ser determinantes para la vida diaria y el desarrollo de las personas.
Publicación: El Mercurio, domingo 13 de septiembre de 2015.