La Natividad de un Dios que no teletrabaja – P. Felipe Herrera
Cada Navidad, celebramos el nacimiento de Aquel que vino, que viene y que vendrá a salvarnos. En esta época, familias, amigos y comunidades cristianas se reúnen, al igual que muchos equipos laborales, y por unos días parece haber un espíritu de bondad que inunda, al menos temporalmente, la sociedad. En numerosos lugares se instalan hermosos pesebres que nos invitan a contemplar la Encarnación de Dios, el misterio central de nuestra fe.
Jesús nació porque Dios quiso restaurar entre Él y la humanidad la amistad que el pecado había destruido. Dios podría haberlo hecho desde la Eternidad, mediante un acto absoluto de su majestad divina, pero decidió salvarnos haciéndose Él mismo uno de nosotros, es decir, asumiendo nuestra condición humana. A esto lo llamamos la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre y cargó sobre sí todas las experiencias humanas, especialmente nuestras debilidades. Claro, salvo el pecado. Desde el momento en que el Hijo de Dios habitó entre nosotros, entendimos mejor ese nombre del Mesías que ya en el Antiguo Testamento se anunciaba: Emmanuel, es decir, Dios-con-nosotros (Is 7,14; Mt 1,23).
Es precisamente esta condición de Dios-con-nosotros la que nos revela la manera en que Dios actúa: no a distancia, no en modalidad de teletrabajo. Dios elige como camino de salvación una compasión activa, que se transforma en una cercanía radical. El corazón de Jesús siente con su Pueblo, conoce sus dolores y angustias, y es esto lo que lo impulsa a no solo darnos algo, sino a darse Él mismo como ofrenda para nuestro rescate.
Quizá, al contemplar el pesebre con cierto romanticismo, podemos restarle el estupor que debería causarnos esta cercanía de Dios. Así, pasamos por alto que Jesús nació como un niño indefenso y marginado, al que no le dieron un lugar digno para nacer, y que solo pudo ser acogido en una pesebrera: ese rudimentario artefacto de madera donde los animales comen paja. A veces, la ternura de los pesebres actuales no nos permite imaginar el olor del establo donde la Virgen María dio a luz al Dios Eterno, ni comprender que los pastorcitos que llegaron eran, en muchos casos, temidos delincuentes obligados a vivir en las afueras de las ciudades. Desde el principio, el Señor se despojó de todo poder para estar cerca de todos, para hacer su amor accesible a todos.
Una religiosidad edulcorada, reducida solo a una práctica litúrgica hermosa –muy necesaria, por cierto–, puede hacernos olvidar la dimensión terrena y concreta en la que se juega nuestra fe cada día. Ignorar el criterio de la Encarnación en nuestra espiritualidad puede separarnos del compromiso cristiano esencial, que se vive en la historia, en el día a día, en dar gloria a Dios a través de la vida misma. Esto se concreta en la promoción humana integral, en la dignificación de cada persona, lo cual se realiza en gran medida con el aporte que cada uno hace a la sociedad a través de su trabajo, ya sea en los servicios más sencillos o en las decisiones complejas que requieren alta competencia y responsabilidad.
La Buena Noticia de todo esto es que la Encarnación es un misterio que nos envuelve a todos y a cada uno de los que aceptamos participar del Amor Infinito, recibiéndolo y dándolo, pero sobre todo, dándonos a nosotros mismos. Cada cual sabrá en qué área de su vida su donación personal es más urgente en este 2026 que se avecina y para el que imploramos la gracia de ser fieles a lo que Dios nos vaya pidiendo.
¡Feliz Navidad y un bendecido y fecundo 2026!
